La ira, la amargura y el hígado.

En el lenguaje coloquial abundan las expresiones que, directa o indirectamente, hacen referencia al hígado, a sus funciones, y, de un modo más o menos explícito, al componente psicosomático de las afecciones asociadas a este órgano. Ejemplo de ello podrían ser frases como las que siguen:

- Tuvo que tragar mucha bilis cuando su jefe le humilló delante de sus compañeros.
- Los desprecios de tu padre me amargan la existencia, hija mía.
- No veas cómo se puso cuando la pilló "in fraganti": echaba los hígados por la boca.

Efectivamente: en el hígado se almacenan la ira y la amargura... que no expresamos. Porque, si por lo menos éstas se canalizan exteriormente, salen hacia fuera, nos liberamos de ellas. El problema surge cuando por distintos motivos (todos ellos radicados en el miedo) se reprimen estas emociones.

Los seres humanos podemos hacer frente a los conflictos interpersonales (o sociales) que generan estrés tratando de adaptarnos a ellos mediante cambios fisiológicos, neuroendocrinos o en virtud de ciertas modificaciones de nuestra conducta. Sin embargo, cuando dicho estrés se prolonga lo suficiente en el tiempo por efecto de un estímulo reiterado (una humillación diaria que le dispensa el encargado de una cafetería a su subordinado, el cual no responde a aquélla por temor a perder su puesto de trabajo; por ejemplo) esos cambios adaptativos pueden resultar insuficientes para mantener el grado de armonía y de necesario equilibrio que requiere nuestro organismo. Es entonces cuando se manifiestan los primeros síntomas (dolor o inflamación, por ejemplo), y, en última instancia, la enfermedad (hepatitis, cálculos biliares, cirrosis, cáncer, etc.).

Fijaos qué curioso este experimento y cuán reveladoras resultan las conclusiones que del mismo se desprenden. Se tomaron un número significativo de peceras que contenían, cada una, dos peces macho típicos de los acuarios (Archocentrus nigrofasciatus) y muy territoriales. Se les alimenta a ambos con comida de sobra y se les observa constantemente para determinar las evoluciones de su comportamiento. Al final se concluye que los machos dominantes ganan más peso que aquéllos a los que someten (manteniéndolos fuera de su territorio)) y que sus vesículas biliares poseen un tamaño normal, con una bilis incolora o amarillo-verdosa. Los subordinados, por contra, pesan menos (muy significativa la metáfora del peso), su vesícula biliar es bastante más grande y cargada de una bilis verde oscura (llena de toxinas).

¿Se comprende ahora que sufran más de la vesícula (inflamación, piedras, etc.) los subordinados de un trabajo que sus jefes? ¿Se comprende que padezcan más estos trastornos las mujeres que los hombres? A mí, al menos, todo me encaja perfectamente.

Desde luego, sería muy recomendable aprender a transformar los sentimientos y las emociones tóxicos (que nos perjudican), desde un primer momento, para no llegar a experimentarlos. Pero yo considero que, entretanto, bien haríamos en expresar lo que sentimos y en ningún caso reprimir nuestras emociones. Por ejemplo: si nos irritamos ante la humillación que nos dispensa alguien y nos entran ganas de propinarle a esa persona un puñetazo, podemos esperar a llegar a casa y darle ese puñetazo a una almohada. O si sentimos ira de forma recurrente, podemos canalizarla mediante la práctica de un arte marcial, o escribiendo nuestros corrosivos sentimientos en un papel y luego reciclar el mismo, o bien realizando alguna actividad teatral o de expresión corporal. Pero para disiparla eficazmente también servirá que nos polaricemos en actitudes opuestas a la ira (serenidad, tranquilidad, sosiego, paz) poniendo en práctica actividades que la contrarresten, como el yoga, el tai-chi, la meditación, la musicoterapia, la risoterapia, o, en el plano de la naturopatía, aplicando compresas de arcilla en la zona hepática (ayudarán a sacar las toxinas y el fuego acumulados), practicando baños vitales o derivativos (hidroterapia), y, por supuesto, seguir una dieta en la que abunden frutas, verduras, cereales integrales y alimentos amargos (escarola, infusiones de boldo o cardo mariano, pomelo, endibias, alcachofas, etc.).

En relación con la amargura, una excelente forma de sacarla es llorando a fondo, tal como lo hace de forma espontánea un niño pequeño (hasta que ya no le queda nada dentro que sacar). Y cultivando un carácter dulce (lo opuesto a lo amargo), es decir, siendo cálido en el trato con los demás, cariñoso en los gestos cotidianos, amable en las formas y procurando ser tolerante y comprensivo con aquellas personas y situaciones que, a veces, nos sacan de nuestras casillas.

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