Llamar a las personas por su nombre

Aquellos de vosotros que hayáis estudiado márquetin, relaciones públicas, protocolo, pedagogía o psicología puede que conozcáis la importancia de llamar a las personas por su nombre. De hecho, el hacerlo o no puede suponer la diferencia entre ganar o perder una venta, empatizar o no con un paciente o granjearse la confianza o la indiferencia del anfitrión de un evento.

Muchas veces, en la comunicación con las personas, ya sean o no cercanas a nosotros, se obvia el nombre propio del individuo, bien omitiéndose completamente, bien sustituyéndolo por pronombres o recurriendo a otro tipo de palabras, como apelativos o diminitivos.

Por ejemplo:

- ¿Puedes pasarme la sal?
- Como tú quieras, cariño.
- Si no te comes los garbanzos, Miguelín, no hay tele después.
- Lo haré siguiendo sus especificaciones, jefe.
- Si lo desea, puedo tomar nota de sus datos y abonarle gratuitamente a nuestro servicio, señora.

¿Os habéis dado cuenta que los teleoperadores de muchos servicios telefónicos de atención al cliente os piden vuestro nombre al principio de vuestra conversación?: ¿Puede decirme su nombre, por favor, para que pueda dirigirme a usted?

No es que necesiten saber vuestro nombre para nada. Y menos en una conversación de apenas unos minutos. Es, simplemente, que el instructor les ha aleccionado para que cada vez que se dirijan a vosotros lo hagan utilizando vuestro nombre propio. ¿Y por qué? Pues porque saben con seguridad que eso ejerce un efecto psicológico muy gratificante en las personas (les hace sentir importantes y valoradas), establece un puente de confianza con ellas y las predispone para que se vuelvan más receptivas. Así de simple.

Ya os digo, esto está estudiado desde hace décadas, y es una política que se sigue escrupulosamente en muchas empresas, y que aplican muchos profesionales. Es un recurso que se pone en práctica porque se sabe que es muy eficaz. Y se sabe que, efectivamente, crea empatía (y simpatía) con las personas.

Yo lo aplico sistemáticamente, desde hace muchos años, y en todas esas ocasiones en las que lo he puesto en práctica he podido comprobar que, efectivamente, llamar a una persona por su nombre provoca en ella, siempre, un efecto positivo o muy positivo. Y doy fe de que, tal cual he comentado anteriormente, crea una empatía inmediata.

La verdad es que cuesta tan poco llamar a las personas por su nombre... tan poco.

- ¿Puedes pasarme la sal, Antonio?
- Como tú quieras, Carmen.
- Si no te comes los garbanzos, Miguel, no hay tele después.
- Lo haré siguiendo sus especificiaciones, don Ernesto.
- Si lo desea, puedo tomarme nota de sus datos y abonarle a nuestro servicio, doña Pilar.

¿Sabéis que su nombre propio es la palabra que más le gusta escuchar a la gente? Pues así es. 

Pero se trata de que lo comprobéis por vuestra cuenta, con la experiencia, usando esa palabra mágica con vuestra pareja, con vuestros hijos, con vuestros familiares, amigos, pacientes, clientes, vecinos... Pronunciad varias veces en una conversación el nombre de vuestro interlocutor mientras le miráis a los ojos y sonreís... y ya veréis cuántas sorpresas agradables os lleváis.

O por ejemplo: la próxima vez que os dirijáis a alguien que tenga colgada una tarjeta de identificación, llamadle por su nombre y observad cómo le cambia la cara, pues será muy fácil que os devuelva una amable sonrisa de complicidad.

Ana, Miguel, Juan, Héctor, Nadia, Antonio, Pilar, Yolanda, John, Françoise, Vittorio... Son sólo dos o tres sílabas, pero los efectos que producen en los demás son inmediatos.

Os lo garantizo.

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