El origen del apego y la dependencia

A lo largo de los años, gracias a que he tenido la maravillosa oportunidad de observar muy de cerca a los seres humanos (tanto en lo personal como en lo profesional), he llegado a algunas conclusiones en relación con esta cuestión que hoy nos ocupa (un tema de vital importancia); conclusiones que ahora me apetece compartir con vosotros/as.

Tal cual hacen los animales salvajes, numerosas tribus indígenas, en el pasado y en el presente, han aprendido a convivir en armonía con la Naturaleza. Asimismo, en muchos de estos pueblos ancestrales existen denominadores en común, o, cuanto menos, ciertas semejanzas. Por ejemplo: en el modo que tienen de criar a sus hijos.

Ya sea en África, en América del Sur, en ciertas zonas de Asia (como Mongolia) o Australia observamos cómo los lactantes y los niños pequeños de esas tribus pasan una parte importante de su primera infancia muy apegados a sus madres.

Es frecuente que ellas los lleven a cuestas en sus espaldas o en el pecho (dándoles de mamar bajo demanda, cada vez que lo requieren), que duerman con ellos y que constantemente satisfagan sus necesidades básicas, como el alimento, el contacto físico y el afecto. Paralelamente, es habitual que el padre vaya inculcando (a menudo con el ejemplo) en el niño todas esas facetas consustanciales al polo masculino, como la acción, el valor, la determinación, la tenacidad o el espíritu de lucha. Y es de esta manera, cuando se cumplen todas estas premisas, cuando se conjuntan lo femenino y lo masculino, y se confieren después al individuo en desarrollo, que estas criaturas van cimentando y cristalizando las bases de lo que posteriormente, ya como personas adultas, constituirá su independencia (física, emocional y afectiva) y su integridad.

Los problemas surgen cuando estos requisitos, que a simple vista parecen tan lógicos y elementales, no se cumplen. Es decir, cuando por los motivos que fuere, el niño pequeño ve insatisfechas esas necesidades básicas.

Toda carencia o todo anhelo insatisfecho, pervive en el alma del ser humano hasta que se trascienda o se satisfaga. Por eso, un niño que no haya vivido ese apego armónico con su madre y que no haya recibido la esencia de su padre (ver nota aclaratoria a pie de artículo), experimentará dicho apego (pero inarmónico) de adulto con cualquier ser humano con quien desarrolle una implicación emocional. Y si a través de esta relación interpersonal tampoco se alcanza esa realización, esa deseable y necesaria plenitud, entonces será fácil que el individuo transfiera esa dependencia hacia un universo de variopintas adicciones (tabaco, café, azúcar, drogas, juego, etc.).

No hace falta ser muy observador para darse cuenta de que hoy en día, y en realidad desde hace mucho tiempo, lo extraño es que una familia con descendencia, y en particular las madres, se relacionen con sus hijos pequeños del modo en que he descrito antes: satisfaciendo bajo demanda sus necesidades básicas hasta que, progresivamente, van dejando atrás la niñez. Y, por otro lado, siendo que el machismo ha sustituido en gran medida a la masculinidad, con todo lo que eso supone para un niño, también lo raro es encontrar personas adultas que sean emocionalmente independientes, anímicamente resueltas y psíquicamente solventes. De hecho, es casi tan raro como encontrar una aguja en un pajar. Por eso, cuando encontramos a personas así: hechas y derechas, con su lado femenino y masculino armoniosamente integrados, lo normal es que nos llamen poderosamente la atención. Nos es para menos.

A todo este argumento conviene sumar otra premisa fundamental: la relación que el individuo mantiene con el mundo (y con los demás) no es sino una proyección, un fiel espejo, de la relación que dicho individuo mantiene consigo mismo.

Así pues, la medida del apego que experimente el individuo con lo demás (personas, animales, sustancias, actos, ideas, etc.) nos dará la medida exacta del apego que experimente el individuo... hacia sí mismo. Es decir, su apego al yo, a su propia personalidad, a su forma de ser y de actuar.

El apego a las cosas, a las personas, o a lo que sea, es un acto contra natura porque obstaculiza o impide algo que caracteriza a todo aquello que se manifiesta en el Universo: el cambio constante y la evolución. Y por la misma regla de tres, el apegarse a lo que uno es, el vivir en el estatismo (frente a dinamismo), también es un acto contra natura, porque, igualmente, obstaculiza o impide algo a lo que el ser humano está llamado, e impelido: el cambio constante y la evolución.

- Yo siempre he sido así.
- Yo soy como me parió mi madre y nunca cambiaré.
- Yo soy machista porque es el hombre el que tiene que mandar sobre la mujer.
- Yo soy infiel porque soy italiano. Lo llevo en la sangre.
- Yo no vo a cambiar a mi edad.
- Yo soy así por mi carácter mediterráneo.
- Yo soy católico, y no puedo admitir el matrimonio entre homosexuales.
- Yo no voy a comer carne porque soy vegetariano.
- Yo no quiero caldo con gente del PP. A fin de cuentas, soy de izquierdas.
- Yo no puedo vivir sin ella. Es tan sensual...
- Si pasa un día y no me tomo mi cervecita, noto que me falta algo.

Son una pequeña muestra de expresiones que uno puede llegar a decir muy convencido, pero que en el fondo nos limitan (en vez de potenciarnos). Son apegos al yo, a unas ideas, a formas de actuar y de ver la vida, constituyendo un obstáculo flagrante para nuestra transformación personal y para nuestra evolución.

Lo que está claro es que la mayoría de nosotros (al menos, yo), en mayor o menor grado, hemos vivido una infancia con carencias en las que algunas de nuestras necesidades más elementales pueden haberse visto recortadas o insatisfechas. Y no podemos volver atrás... Ni con una varita mágica recrear unos padres y unas circunstancias totalmente armónicas y saludables.

Nuestro pasado es el que es y no se puede cambiar. Lo único que podemos cambiar es nuestra vida y lo que nosotros somos ahora, desde el presente. Tomando conciencia de lo que somos, aceptándolo, y acompasando la tendencia natural de las cosas y del Universo, esto es, fluyendo con el cambio y la evolución, propiciándolos en nuestra realidad, antes que esperar a que las circunstancias nos cambien.

Cosa que a veces, me consta, puede llegar a resultar un tanto desagradable.

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Un individuo, ya sea hombre o mujer, es una unidad integrada por una dualidad, o dos polos: uno masculino y otro femenino. Lo masculino tiene que ver con la seguridad, con el valor, la determinación, la confianza, la lucha, la resistencia, lo activo... Lo femenino tiene que ver con la ternura, la comprensión, la tolerancia, la adaptabilidad, lo receptivo... Y es en esa conjunción de lo masculino y lo femenino, en esa simbiosis sinérgica, en la medida en que ambos se integran armónicamente, cuando el individuo tanto más capacitado está para manifestarse de forma equilibrada y saludable.

En realidad, no es imprescindible que un niño obtenga lo masculino y lo femenino de sendos progenitores. Puede recibirlo, en el mejor de los casos, de unos tíos o de unos abuelos, de una pareja homosexual, o incluso de forma exclusiva a través de un padre viudo o una madre soltera, que, eso sí, tenga bien integrados y desarrollados ambos polos. Pero ya sea en unos casos o en otros, no es lo más común que se cumplan todas las premisas para evitarle posteriores carencias o dependencias a esos hijos que serán luego adultos.

Con todo, la vida es así: una mudanza alternante entre lo armónico y lo inarmónico, entre el conflicto y la resolución, entre la luz y la sombra, entre el amor y el miedo...

Y es ahí, precisamente, en ese continuum, donde se preñan y se gestan las vicisitudes y los retos que nos llaman a transformarnos, a crecer y a evolucionar a los seres humanos.

Y a la Humanidad entera.

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